Veracidad y responsabilidad ética en la gestión actual de los parques y jardines públicos
William Farr epidemiólogo y principal propulsor del método estadístico en la medicina inglesa durante el siglo XIX, constata tempranamente la relación causal entre una baja calidad ambiental urbana y la prevalencia de enfermedad. Sus postulados sobre la creación de “un parque en el East End de Londres que disminuiría las muertes anuales en varios miles y agregaría varios años a la vida de toda la población” resultan en una petición popular masiva a la Reina de Inglaterra, que se traduce en la creación del Victoria Park en 1845 y una mejora considerable de la calidad de vida de los ciudadanos.
A pesar de la campaña de creación de parques y jardines que emprende la capital británica, el cólera aparece en el centro de Londres en 1854, matando unas diez mil personas ante el desconcierto general, hasta que el médico John Snow cuantifica gráficamente los casos de la enfermedad en un mapa del vecindario más afectado y encuentra así una conexión causal entre el uso de una fuente pública contaminada por filtraciones de aguas fecales y la aparición de casos de cólera. Con gran consternación de la compañía de aguas, que le denuncia anónimamente, más preocupada por su beneficio privado que por la salud de los londinenses.
El mapa de Snow permite establecer una relación causal que posibilita intervenir, cerrando la misma, y de esta forma “gobernar la causa para gobernar el efecto”, máxima que resulta en las primeras políticas de la salud pública. Ese mismo año, el anatomista italiano Filippo Pacini, aísla la bacteria que causa el cólera, pero pasan décadas hasta que el descubrimiento científico gane aceptación general. Por ejemplo, en 1914, el Laboratorio Microbiológico Municipal de Barcelona detecta que la contaminación de uno de los suministros de agua a la ciudad es el origen de una epidemia de tifus. Su cierre interrumpe el brote epidémico, pero resulta en fuertes ataques de un sector de la prensa y de medios profesionales, así como del mismo Ayuntamiento.
LA GESTIÓN DE LOS ESPACIOS VERDES EN UNA CIRCUNSTANCIA EXTRAORDINARIA
Nos encontramos ahora en una situación de desconcierto sin precedentes en el mundo moderno que afecta de lleno a la gestión de los espacios verdes a la opinión que de ellos tienen los ciudadanos. La situación actual de pandemia por Covid-19 ha resultado ser un caldo de cultivo ideal para la desinformación, que plantea un grave problema de desconfianza y percepción del público respecto a la ciencia y la forma en la que los profesionales –y especialmente los técnicos- informamos sobre ciertas cuestiones, o recomendamos la toma de ciertas decisiones, como puede ser el cierre de espacios verdes o la desinfección de áreas de juegos.
Es evidente que la sociedad espera que los técnicos ejerzamos una serie de responsabilidades derivadas de nuestra cualificación profesional, incluidas las deontológicas, y una de estas responsabilidades es cuidar que el ejercicio de profesional responda a la función social y pública que debe cumplir. No solo se trata de seguir lo dispuesto en leyes, estatutos y reglamentos oficiales o colegiales, sino de cumplir una función social de veracidad en la aplicación y difusión de conocimientos, para beneficio del objeto de nuestro trabajo, como los parques y jardines, pero también de la sociedad en su conjunto.
Es fácil perder de vista que existe una cercana relación entre técnica, ciencia, y tecnología, pero la técnica no es tecnología, ni tampoco ciencia, aunque si es producto de cierta interacción entre ellas. Muchas técnicas derivan su efectividad de postulados científicos y de posibilidades tecnológicas, pero es un error plantear la técnica como mera operacionalización de teorías científicas, o como pura aplicación de la tecnología disponible.
El conocimiento técnico no se restringe a una manifestación material de conducta, porque la aplicación de ciertas tecnologías supone transformar la realidad mediante desarrollos -tangibles e intangibles- que modifican las condiciones iniciales y que tienen un efecto a largo plazo sobre la sociedad y la cultura. La técnica no es impermeable ni a la ideología ni la política, ni debe serlo, de lo contrario no podría evolucionar con la sociedad, pero tampoco puede estar sujeta a ellas, de lo contrario no sirve los fines para los que ha sido creada.
El conocimiento técnico aplicado a los espacios verdes se halla estrechamente asociada a una larga interacción entre el ser humano y su entorno. La naturaleza en estado puro no se presenta de una forma que facilita las cosas al humano, pocos entornos naturales son estrictamente acogedores en términos antropomórficos, y la mayoría necesitan menor o mayor modificación para crear un medio artificial en donde desarrollar nuestras actividades. La busca de soluciones a las necesidades que se nos plantean es el origen principal de la técnica y la jardinería pública actual es el resultado de muchos siglos de aprendizaje y experiencia. La interpretación que hacemos de tal interacción es lo que llamamos cultura, y la técnica no es otra cosa que una expresión cultural del conocimiento aplicado.
Históricamente, la técnica hace valer su autoridad por la efectividad en sus resultados, criterio en virtud del cual muchas prácticas cuyos valores epistemológicos no representan el estado del conocimiento científico se pueden imponer como verdaderas, en virtud de esa supuesta eficacia probada y establecida. Esta actitud puede inducir al desdén hacia la información científica y consideraciones ambientales de nuevo cuño, simplemente por cuestionar prácticas establecidas o creencias tradicionalmente asentadas. El escepticismo hacia nueva información o puntos de vista culturales emergentes puede resultar en un rechazo de los profesionales al cambio y el avance técnico, si los nuevos métodos no aparentan ser tan eficaces como los ya establecidos.
La dificultad radica en que el progreso es tentativo, no lineal y absoluto. Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, desde los medios y la opinión publicada se apela a dudar sobre la efectividad de ciertas decisiones técnicas, utilizando la incertidumbre sobre su efectividad respecto a lo ya “probado”. Estas dudas no se detienen ahí, sino que ahora se extienden al conjunto de la teoría científica, y se utilizan para desprestigiar la ciencia, instituciones o incluso a técnicos concretos. Estas actitudes – en ocasiones motivadas por razones meramente crematísticas o ideológicas- desean mostrar los aspectos valorativos y tentativos de la ciencia y la técnica como un fracaso, cuando estas facetas son precisamente la clave de su efectividad.
“LA CIENCIA NO PROVEE CERTEZAS, PERO ES LA ÚNICA BASE TANGIBLE SOBRE LA QUE TOMAR DECISIONES A LARGO PLAZO”
La aplicación razonada de la técnica exige ante todo el desarrollo de un juicio propio e independiente y su ejercicio desde una base fundada en el estado del conocimiento científico-técnico divulgado, y los intereses de la sociedad, de forma que la toma de decisiones mantenga un principio de causalidad transparente. Esto implica verificar datos, comprobar la fuente original de la información y conocer su intencionalidad, que puede ser de origen puramente comercial. Es importante distinguir los argumentos y falacias que construyen ciertos discursos, que intentan vincular decisiones técnicas plenamente justificadas a supuestas intencionalidades ideológicas, y combatirlos.
La ciencia no provee certezas, pero es la única base tangible sobre la que tomar decisiones a largo plazo en nombre del bienestar del conjunto de la sociedad, tal y como indica Helena Matute, porque es la única área del conocimiento humano capaz de proveernos de alguna certitud, al establecer causas y efectos a un nivel probabilístico, al menos. Lo contrario equivale a sumergir el ejercicio técnico en un océano de correlaciones, sesgos, politización e ilusiones casuales, sin consideración por todos aquellos efectos que no son inmediatamente tangibles, o que se descartan simplemente por plantear inconvenientes al uso continuado de soluciones en el ocaso de su efectividad, pero que pueden conculcar el derecho de las personas a la salud. Dicen que a una persona con un martillo todos los problemas le parecen un clavo, y esta es una posición donde los técnicos no queremos estar.
La aversión a la complejidad del conocimiento genera toda una industria de producción de información sesgada, que se dedica a arrojar dudas sobre aquellas ideas que presentan nuevas soluciones a viejos problemas, aprovechando que inicialmente no se muestran tan efectivas como otras ya establecidas pero insostenibles, su complejidad, o que requieren un mayor esfuerzo por parte de la sociedad. La falsedad a menudo se disfraza de facilidad. Al hablar de espacios verdes, los técnicos tenemos la obligación de asegurarnos de que sus criterios no vienen marcados por informaciones interesadas, destinadas a proteger intereses comerciales o sectoriales que no consideran las consecuencias de sus postulados.
Es esencial establecer una relación causal entre el uso de una técnica y la consecución de unos objetivos mesurables, actuando siempre con cautela para no causar daño. Esta cautela explícita y el rigor en la aplicación de un método de trabajo riguroso, que contempla diversos escenarios y escoge aquel que estadísticamente tiene más probabilidades de cumplir los requisitos, sin someterse al albur de las ocurrencias del momento, posibilita gobernar las causas técnicamente para gobernar los efectos de una forma legible para la sociedad.
Esta labor de desbroce informativo puede ser ardua, especialmente en un contexto reacio a aceptar nueva información, pero es del todo necesaria. No toda innovación es necesariamente beneficiosa, ni toda práctica establecida es inamovible. No es sencillo nadar a contracorriente, o ser el portador de malas noticias, pero los técnicos debemos intentar discriminar lo que es veraz de lo que no lo es, determinar el principio de causalidad antes de tomar decisiones que pueden comprometer su credibilidad, la del sector y el bienestar de la sociedad.
Los técnicos también tenemos que ser capaces de defender esas mismas decisiones utilizando argumentos razonados, que apelen a algo más la supuesta efectividad inmediata de los medios escogidos, o cediendo a la autoridad de la percepción pública -o política- de los problemas. Como en el caso de Farr, es preciso recomendar aquello que es necesario para evitar la catástrofe, pero como en el caso de Snow, hay que identificar a la fuente del problema y actuar en consecuencia sin dilación. Una técnica que no sirva el interés general de la sociedad de esta forma, acaba siendo inefectiva e irrelevante, y eso atañe también a la buena gestión de nuestros espacios verdes.
Gabino Carballo,
Vocal de la AEPJP y paisajista